Arquitectura clásica guayaquileña,… Una arquitectura con memoria,…
“La Arquitectura siempre ha sido un elemento poderoso en la formación de identidad y es uno de los caminos en que una sociedad se puede conocer a sí misma. En la búsqueda de la autenticidad, el diseñador debe estar enraizado en su cultura.”
Chris Abel
Introducción
Nuestra arquitectura tradicional maneja un lenguaje que la hace singular. Sus características fueron replicadas por los habitantes de la costa sin considerar que este uso, tal cual modelo o prototipo, había que cuestionarlo y modificarlo. Era suficiente la práctica masiva, con unos que otros cambios, para personalizar las obras que se implantaron en la urbe, permitiéndole poseer a ésta un carácter armonioso, pero sobre todo, de unidad.
Fue con la Modernidad que los valores de la individualidad y de la novedad se potenciaron, perdiéndose esa lectura homogénea, clara y fuerte, que Guayaquil tenía como ciudad tropical.
Los arquitectos contemporáneos, indiscutiblemente, tenemos la tendencia a relacionarnos de una manera incómoda con el pasado, pues nos preocupa que seamos etiquetados como conservadores o Revivalistas. Pero también es cierto que lo intemporal y universal, o lo que no es” moda”, es un objetivo al que debemos aspirar. Es allí donde debería concentrarse la búsqueda de un “clásico en la arquitectura” que debe nacer desde lo local, desde nuestra identidad y tradición.
Vincularnos con la historia de manera sensible, a través de la investigación, y conectarnos con nuestras raíces sin perder el contacto con las nuevas formas y tecnologías, nos permitirá generar propuestas alejadas de los materiales y estilos que van y vienen a la misma velocidad en que se exhiben los caprichos de las pasarelas de moda, materializando propuestas que se acerquen a lo tradicional o vernáculo sin tomar sus formas literalmente, lo que se conoce dentro del ámbito de lo contemporáneo como Reinterpretación.
En esta primera década del nuevo siglo, nuestra postura frente a la arquitectura, en la que nos desplazamos más allá de lo moderno y de lo postmoderno, y en la que el interés no es la búsqueda de nuevas formas ni la utilización de la última tecnología, ni tampoco la invención de un lenguaje nuevo, sino un diálogo con la cultura y el clima, un diálogo que redefina y contextualice proyectos que busquen resolver la aparente contradicción que existe entre lo particular y lo universal -propuesta debatida ampliamente por Kenneth Frampton y su influyente Regionalismo Crítico-, dando paso a las impostergables respuestas contemporáneas sobre temas de sustentabilidad, temas sociales y, sobre todo, medio ambientales.
Afortunadamente, tenemos a nuestra disposición el vocabulario espacial y formal de lo que hoy llamamos Arquitectura Patrimonial, que nos sirve de plataforma de inicio para, desde diversos puntos de vista y concepciones teóricas, generar un poderoso y coherente lenguaje de una arquitectura contemporánea que maneje los cánones y los estándares que forman parte de la esencia de la tradición.
Esta estética, paulatinamente invisibilizada, me cuestiona, me confronta, me hace pensar que sus valores son de difícil apropiación y, por ende, no apreciados, una dificultad que si la ponemos en términos de asimilación, desvaloriza esa belleza cuya expresión formal se encuentra en los volúmenes prismáticos simples, casi minimalistas; en las columnas alineadas con una secuencia constante, que por su longitud pueden percibirse hasta desproporcionadas; en las aberturas manejadas con un ritmo casi monótono; en las fachadas planas; en la simetría de sus elementos; y en el escaso protagonismo de las cubiertas.
Es en este punto cuando debe considerarse el análisis crítico de nuestro legado para elaborar propuestas que materialicen su visión contemporánea, evidenciando la esencia y el espíritu de uso colectivo de lo heredado, para así generar nuevos discursos y nuevos diálogos teóricos y espaciales que expresen los valores y las necesidades de nuestro tiempo y del contexto.
Ensayo para una arquitectura con memoria
A lo largo de su historia, las grandes urbes se han caracterizado por generar conceptos arquitectónicos fundamentales que nos han servido para conocer su pasado y que también evidencian sus proyecciones futuras.
Poco conocemos de las formas de construcción de los antiguos pobladores de nuestras tierras tropicales. América toda fue devastada por colonizadores europeos que, durante la “conquista”, arrasaron con las frágiles edificaciones cuyo diseño, seguramente, se relacionaba con los elementos climáticos y materiales de la zona. Sin embargo, a lo largo de este gran territorio descubierto, tanto al norte como al sur, la lógica de los colonizadores españoles también consideró la latitud y el clima para la edificación de las nuevas ciudades. En las Leyes de Indias se consignaba que en las ciudades ubicadas en el trópico caliente, las calles debían ser angostas para reducir la radiación solar y obtener el beneficio de la sombra; posteriormente, lo propio ocurriría al momento de construir los grandes caserones y fincas cafeteras y cacaoteras donde el clima era el factor determinante de la arquitectura.
Inexplicablemente, esta sabiduría acumulada, que sumaba y no restaba, fue sustituida durante la Modernidad por paradigmas adaptados de otras latitudes, que no siempre resultaron eficaces en este lado del mundo. Una consecuencia de esta “evolución hacia lo nuevo” fue que la planificación de la ciudad tropical cayera en un vacío conceptual, produciendo un diseño arquitectónico seudo contemporáneo, básicamente contradictorio, caótico y poco estudiado hasta la actualidad, que no volvió a amalgamar ese conjunto de conceptos esenciales que convocaban al bienestar y a la complacencia que compone la Arquitectura Tropical.
Los actores culturales, los habitantes y las instituciones que están encargadas de establecer conceptos originales de planificación, diseño urbano y arquitectónico, son los responsables de que estos elementos se adapten a los modos de vida y a la cultura, siempre sujetos al clima y a las particulares condiciones del lugar.
Idealmente, nuestro objetivo como arquitectos debería ser crear imágenes de ciudades y edificios tropicales que cautiven por sus nuevas propuestas y que contribuyan a aumentar el apego por el lugar. Sin embargo, para que esto suceda sería indispensable utilizar enfoques y conceptos proclives a inaugurar un nuevo urbanismo verde (que incluya aspectos ambientales y climáticos globales), aplicar una planificación estratégica eficaz (transporte, energía, participación ciudadana, etc.), crear un diseño urbano ligado a la estética del lugar (que asuma la cultura urbana) y presionar para que se elabore una agenda legal y administrativa que garantice los procesos de transformación. Por otro lado, es fundamental enfrentar el impacto de la globalización explicando a los ciudadanos cómo reconstruir o reinventar las tan necesarias (y perdidas) utopías, para que éstas puedan ser asumidas como necesidades por un colectivo social llamado a actuar y a convertir a sus integrantes en sujetos de transformación.
Paradójicamente, es el arraigo a un territorio lo que produce un pensamiento innovador, capaz de generar esperanzas y expectativas por construir una ciudad con una vida urbana vibrante, viva y contrastada donde, a pesar de que existan matices (sociales, económicos), todo esté ligado a una historia común.
Para que esto suceda, es imprescindible que su historia no sea olvidada, rechazar visiones románticas extremas y evitar polarizaciones localistas –que resultan de la globalización y el abandono de la tradición-. En última instancia, es en la ciudad y en su arquitectura donde mayormente se refleja la identidad, los valores y el nivel de compromiso de sus habitantes.
En síntesis, el ideal para la ciudad futura en un mundo globalizado es ser arquitectónicamente bella y habitable para todos, no sólo el lujo paradisíaco de unos cuantos. Una ciudad que lejos de separar favorezca el encuentro de sus habitantes porque sabe que es diversa y plural y que sus identidades individuales pueden coexistir con identidades más amplias. Esta ciudad, la ideal, aprovecha los avances y la riqueza de una economía global para que se desborde en las comunidades a escala local; en ella no existe la marginación por ninguna causa: ni social, ni económica, ni política, ni racial. Es un lugar donde las arquitecturas aprovechan los avances tecnológicos y las propuestas formales y espaciales de otras arquitecturas, pero reinterpretándolas desde sus necesidades, porque ésta es una ciudad libre.
¿Existe un Clásico Guayaquileño?
Guayaquil es una ciudad de difícil lectura, de lenguajes contradictorios y superpuestos; su arquitectura exhibe una diversidad formal, casi individual, que en primera instancia la hace lucir hasta exótica, posee valores que se esconden a la vista, que se mimetizan entre la vasta proliferación de construcciones casi siempre “ordenadas” alrededor de un caos muy particular.
Mi reflexión en este texto, sin embargo, se encamina a descubrir cómo el lenguaje de la tradición permanece, a pesar de la devastación que causara nuestro supuesto progreso urbanístico, iniciado en los años setenta con el boom petrolero y donde, además, se reemplazaron en nombre del desarrollo, las más hermosas muestras de arquitectura tropical de época.
Es común para los arquitectos, que también hacemos una labor educativa, vivir la experiencia de tener que explicar a sus alumnos las características arquitectónicas de nuestra ciudad, dirigiendo su atención hacia el pasado, en búsqueda de contenidos. Así, es en la práctica docente donde se muestra más claramente la permanencia de una tradición y los aportes a la identidad que hizo la particular arquitectura realizada en Guayaquil a finales de s. XIX e inicios del XX. Tomando como fuentes de estudio sus antiguos edificios, de los pocos que aún existen, éstos son ejemplos importantes de lo que fue Guayaquil, ciudad tropical verdaderamente poseedora de una propuesta espacial y estética formal perteneciente a lo que llamamos el Lenguaje de la Tradición.
¿Es posible, entonces, hablar de un Clásico Guayaquileño? Sí, si nos referimos a la arquitectura tradicional local como un clásico que contiene patrones espaciales y geométricos tanto en su concepción global como en los elementos que la definen, pero que, a la vez, se inserta en un lenguaje común a las arquitecturas producidas en la latitud tropical. Esto nos hace pensar que somos herederos de objetos físicos que señalan una situación sociocultural y tecnológica en continua evolución, es decir, ligada a un pasado con el que sigue relacionándose.
Hoy más que nunca, por los motivos explicados con anterioridad en relación a la globalización y el bombardeo de información, propongo que es muy necesario visibilizar los aciertos y fortalezas de estos clásicos, no sólo para evitarnos recurrir, una vez más, a modelos carentes de significados, sino porque éstos destruyen nuestra delicada identidad.
Nos hemos acostumbrado a tomar todo tipo de modelos foráneos sin generar procesos de investigación histórica, olvidando y descalificando la riqueza y sabiduría de una arquitectura con respuestas locales al contexto tropical, repleta de contenidos coherentes con el medio y poseedora de verdaderos conceptos espaciales y estéticos, técnicas constructivas y de uso de materiales; una arquitectura que nos informa sobre el tiempo vivido por gente que manejaba un espacio común, con resultados urbanos que tienen que ver con la existencia de una ciudad de espíritu comunitario. En el Guayaquil republicano de fines del S. XIX las iniciativas individuales consideraban y respetaban los acuerdos tácitos de cómo manejar los emplazamientos y los componentes que definen la arquitectura.
Nos queda claro que ese tiempo no es el nuestro, por lo tanto sería necio querer reproducir esa etapa. Pero debo ser coherente y, como arquitecta, creo muy necesaria una aproximación al pasado, ingresar en sus significados y contenidos más profundos, llegar a una esencia que debe descubrirse y conservarse. Como dice Gideon: “ … la mejor arquitectura contemporánea está generada por el respeto que se tiene por lo eterno cósmico y por las condiciones terrestres de una región en particular”.
A estas alturas de mi vida profesional, y especialmente de mi vida como guayaquileña que aprendió a amar a esta tierra, la búsqueda es mejor si se tiene como base más estable y sólida a la tradición. De la mano de ella he constatado que es posible producir una arquitectura de base local, capaz de expresar los valores de nuestro tiempo, de nuestra gente, del clima y la geografía de esta región, de su economía y, a la vez, de las tecnologías que nos pueden insertar dentro de lo global. Para ello, considero esencial apoyarse en una estructura filosófica, que permita relacionar nuestro trabajo con una tradición, que corte con la moda en Arquitectura y que nos remita a lo universal e intemporal de los clásicos.
Son los debates internos los que abren todas las posibilidades de búsqueda. Tendría yo que definir en este texto las auténticas tradiciones constructivas de la región, que ya sabemos no son evidentes, y las migraciones que a mi parecer son las que producen movimientos de ideas; podría intentar incluso abrir ese desconocido pasado inmaterial y abstracto de la larga etapa precolombina, o lo colonial y republicano con sus escuetos registros, pero por ahora me propongo estar consciente y acercarme al pasado, de una forma creativa, y al siempre presente lenguaje de lo vernáculo, como una manera de que nuestra gente pueda hacer una lectura más inmediata de su arquitectura.
“Es urgente diseñar una arquitectura con base local, que exprese los valores de nuestro tiempo, de nuestra gente, clima, geografía, economía y de nuestra tecnología, pero que, a su vez, se inserte en lo global”.
Texto tomado del LIBRO DE OBRA Autora: María Isabel Fuentes Harismendy Año: 2009